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Monica Zwaig

Una familia bajo la nieve


Monica Zwaig


Monica Zwaig (1981) nació y se crió en Francia. A los 26 años viajó a Argentina, donde vive desde entonces. Además de abogada, es actriz, dramaturga y traductora. Una familia bajo la nieve es su primera novela.



Una familia bajo la nieve 

Cortesía de Blatt & Ríos


Extracto del libro 

Première partie

1. Los monoblocks


    Nosotros nos criamos ahí, entre los monoblocks de los suburbios de Francia llenos de árabes y negros. Yo, de hecho, pensaba que éramos árabes. Pero no. Mi padre y mi madre son argentinos. Soy la primera de la familia que nació en Francia. Cuando nací, ya vivían en los monoblocks de los suburbios con mi hermano y mi hermana mayor. Cuando nació la más chiquita, seis años después, mis padres compraron una casa hermosa, en el medio de la nada, pero a sólo diez cuadras de los monoblocks. Seguíamos siendo árabes de los suburbios, pero en una casa.

    La casa era enorme. Fue construida por un arquitecto italiano que se suicidó después de haber terminado el horno de pizza en el garaje. Se ahorcó ahí mismo, en la ducha del garaje, donde se encontraba también el calefón. Al lado había otra pieza, a la que le dimos el nombre de sala de juegos. Ahí jugábamos al monopatín, al básquetbol y hacíamos las fiestas de cumpleaños. Cuando mis padres se mudaron a la casa, la vecina de enfrente, también conocida como la chusma del barrio, les regaló la cuerda con la que se había ahorcado el arquitecto, diciéndoles que les iba a traer suerte. Mis padres no aceptaron el regalo y la chusma volvió a su casa con la cuerda en la mano. Nosotros éramos la tercera familia en mudarse ahí. El segundo propietario había sido boxeador, y se había suicidado en el cuarto que fue de mi hermano, un tiro en la sien.
    Nuestra casa tenía tres pisos y un gran jardín con muchos árboles. El jardinero venía dos veces por mes a cortar el pasto. El cerezo florecía todos los años, lo que nos garantizaba clafoutis de cerezas en el verano. Las escaleras y los pisos estaban hechos de mármol. Fuerte pero frío. Cada uno tenía su cuarto, pero a mí me daba miedo dormir sola y me escapaba en el medio de la noche para dormir al lado de la cama de mi hermano, en el piso.
      Los nombres de mis hermanos son: Evaristo, Eva y Eliana. Los tres con E, menos yo porque mi nombre empieza con H. Harmonica. Me llamaron así por Bob Dylan. Cuando mi mamá se enteró de que estaba embarazada, me quiso llamar Aurora, pero no sabía pronunciar ese nombre en francés. Ella pronunciaba horror, en vez de Aurore. Entonces, como no podía llamar a su hija Horror, por más que algunos llamen a sus hijos con nombres terribles como Dolores o Consuelo, Concha o Concepción, mi mamá se dejó llevar por el sonido melancólico de la armónica. Yo empiezo con una hache, para que suene más francés porque en este país hay un montón de letras mudas y porque mis padres tenían la secreta esperanza de tener una hija más bien silenciosa, que no opine mucho sobre las cosas.
Por más esdrújula que sea, mi nombre no lleva acento en castellano, porque fui anotada en Francia y los nombres no se deben traducir.
    Después de unos años, otra familia compró un pedacito de terreno nuestro para construir su hogar. Ladrillo por ladrillo, vimos cómo construían su casita al lado de la nuestra. Digo casita porque tenía sólo dos pisos, aunque incluía todo lo esencial de un hogar: la chimenea, la cocina, el baño, el garaje y dos cuartos. Muy rápidamente instalaron una hamaca de plástico para jugar en el jardín y una pileta de lona en el verano. También tenían una mesa de plástico para comer afuera. La hija más grande tenía mi edad y fui varias veces a jugar a su casa y ella a la mía. Más allá de este vínculo entre nosotras, se notaba una convivencia pacífica entre las dos familias que, a pesar de compartir charlas de buenos vecinos, en general se ignoraban bastante.
    Entre las dos casas construyeron un muro de cipreses que permitía tener un poco de intimidad. Más que nada, nuestra intimidad. La de ellos no estaba tan respetada porque bastaba con salir al balcón del living o mirar por la ventana del tercer piso para ver todo lo que ocurría detrás de los árboles, en esa casa, pedacito nuestro vendido a otra familia.
    La tragedia de ellos, igual, no la vimos venir y nos enteramos por los chusmeríos de la vecina de enfrente, que sí tenía vista directa sobre la puerta de entrada de todas las casas del barrio. Ella fue la que nos contó que el marido de la vecina había querido matar al amante de su mujer y se había equivocado de persona. Lo habían detenido y llevado a la cárcel, donde se suicidó. Todo eso sucedió en menos de cuarenta y ocho horas. Una tragedia express. Su mujer se acomodó de su ausencia poniéndose de novia, poco tiempo después, con el hermano gemelo de su marido.
    No es fácil vivir en una casa donde murieron dos familias antes que la tuya, y el suicidio del vecino que compró un pedacito de nuestro jardín para construir su casa me terminó de convencer de la maldición sobre ese lugar. Sentía que estábamos rodeados de muertes. Me daba miedo que también nos pasara una tragedia por encima y por eso durante muchos años odié esa casa. Entendía que mis padres se habían mudado ahí porque querían algo lindo y mucho más grande que lo que teníamos en los monoblocks –los monoblocks franceses son una miseria– pero yo prefería nuestra vida chiquita en la miseria.
    Antes de mudarnos ahí, habían visitado también otra casa hermosa y gigante, pero habían desistido de comprarla porque la ventana de la cocina daba directamente al cementerio del pueblo. Con el tiempo, pensé mejor las cosas y me di cuenta de que mis padres habían comprado esa casa porque les tenían miedo a las tumbas pero no a los fantasmas.

2. Los fantasmas I


Para explicar por qué mis papás no les tenían miedo a los fantasmas tengo que contar algunas cosas del contexto, empezando por mi padre. Mi padre quiso hacer la revolución. Mi padre quiso hacer la revolución. Sí, mi padre quiso hacer la revolución. A veces pienso que debe ser un chiste. Y a veces me doy cuenta de que no es gracioso.
    Mi papá quiso hacer la revolución de verdad, morir para cambiar el mundo, construir un mundo más justo para todos. Más de grande, fui reconstruyendo la historia. Es así: él se llama Juan, nació en Argentina. De chico iba a un colegio católico dirigido por unos curas irlandeses y ahí fue cuando empezó a nutrirse de ideas revolucionarias. Al principio se unió a un grupo de revolucionarios judíos, cuyo nombre nunca supe. Luego se unió a un grupo llamado Movimiento Revolucionario del 17 de octubre, una agrupación según él “aficionada al Che Guevara más que a Perón”. En este grupo, era el encargado de la “comunicación”: pintaba paredes y escribía en un diario. Una vez lo llevaron preso por haber pintado una pared con un eslogan contra Lanusse y mi mamá lo fue a buscar a la comisaría. Él en esa época estudiaba medicina acá en Argentina, en la facultad que está cerca de Pueyrredón y Córdoba. Con el tiempo, me contó que conocía a gente que a su vez habían conocido al Che Guevara y hacían reuniones secretas en los sótanos de la facultad. Esa facultad es una facultad revolucionaria. A medida que avanzaba con su militancia, mi papá decidió dejar de estudiar medicina y empezó a trabajar en una fábrica para hacer concientización social. Eso hacía mi papá cuando lo detuvieron: comunicaba con los obreros diciéndoles que tenían que hacer respetar sus derechos y unirse a la lucha guevarista revolucionaria argentina, latinoamericana, universal del reino del Che. Esta es la revolución que hacía mi papá.
    A pesar de todo esto, en mi familia nunca se habló de Ernesto Che Guevara. Yo lo descubrí cuando tenía catorce años porque mi cantante favorito francés, Renaud, había hecho una canción sobre él. Fue en un concierto de Renaud que me compré una remera con la cara del Che. No me la quería sacar nunca. En el colegio –católico– donde estudiaba, ya me habían pedido que no la usara más porque era provocadora, pero al poco tiempo sumé la boina con la estrella roja e hice la muestra de fin de año de piano vestida así. En mi casa nadie me dijo nada. Así que mi primer vínculo con el Che no fue por mi papá sino por una remera negra. Después la cambié por la remera de Kurt Cobain y luego por minifaldas y margaritas en el pelo. Toda mi vestimenta tenía que molestar a mis profesores. Pero la verdad es que lo que más les molestaba, en ese colegio, era mi apellido judío: Zartoriusky. Llevaba ese apellido todos los días a un colegio católico y vivía en un suburbio lleno de árabes. Eso es vivir en Francia.

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